La academia se arroga el papel de determinar que es literatura, y quienes son los “escritores” que integran el canon de la lengua. Sin desmerecer el papel de la crítica –sus méritos, al igual que otros, se prueban con el paso del tiempo – debemos recordar, como dice la crítica argentina Elsa Drucaroff, que fue el mercado el que dictaminó la trascendental importancia del Quijote, y que el propio Cervantes no apostó – igual que la crítica de su tiempo - por su hijo más popular sino por La Galatea. Se equivocó, se equivocó como crítico, y los que tuvieron razón fueron los miles y miles de anónimos lectores contemporáneos y los jóvenes y rebeldes románticos que dos siglos más tarde entendieron el valor del Quijote. A la crítica le suele suceder, y no es una tragedia, claro.
Ahora bien, una institución que se postula como tribunal de alzada del valor literario, no cree conveniente mezclarse con el barro de la creación, y mucho menos que “escritores” de carne y hueso – debemos recordar que en las universidades norteamericanas los workshops los dictan autores experimentados – les quiten de las manos el monopolio de la consagración. Es que los críticos, a la hora de la verdad, en materia creativa, no suelen tener demasiado que aportar.
Que los estudiantes de una carrera de letras reivindiquen el oficio literario, que nos recuerden que se puede enseñar y aprender, que subrayen que no es una actividad para un club híper selecto, y que cualquier hijo de vecino puede – si se toma el trabajo – ejercerlo, es un conveniente ejercicio de desmitificación que no puedo dejar de respaldar. En última instancia, la democratización de su práctica sirve para convocar a miles, y con una práctica extendida las garantías de calidad van de suyo.
Alejandro Horowicz, profesor titular de “Los cambios en el sistema político mundial, Sociología, UBA. Director de proyecto de la Historia Crítica de la Literatura Argentina, EMECE.
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